jueves, 8 de julio de 2010

Capítulo 3

Siempre tuve tendencia a pensar que la propia vida, no es tan interesante como la de aquellos personajes, reales o no, que despiertan nuestra admiración.Tal vez sea porque uno la mira desde adentro, no sé, pero el brote literario de mi hermana mayor, o melliza, o menor, según uno tome como referencia las partidas de nacimiento, o la información que ella aporte al ser interrogada acerca de su edad, me recordó que en alguna vida, hemos sido todo lo que muchos chicos hubieran querido ser.La niñez de nuestra época, a pesar de los silencios obligados y tortuosos de las interminables siestas, fue sencillamente maravillosa.La inexistencia absoluta de celulares, computadoras, playstation –si es que así se escribe- y hasta televisión, obligaba a los niños a tener por costumbre, aunque hoy parezca alocado, a jugar en las veredas. Y juró que esto es cierto. También utilizábamos esos espacios llamados plazas, que con el devenir de los años y la tecnología, son utilizados como sanitarios gigantescos de canes.Por aquellos días, era normal el picadito en el terreno baldío de la vuelta de casa, dónde los equipos eran armados cómo verdaderos seleccionados, utilizando la infalible técnica del pan y queso. Casi todos eran escogidos por algún talento, ya sea una habilidad física, o la capacidad de molestar al adversario durante el desarrollo del juego. Todos, a excepción del gordito, que era dueño de la pelota, y debía ser elegido justamente por eso.Las jugadas de pelota detenida, no eran ensayadas en pretéritas prácticas, simplemente porque no había árbitros, y no se cobraba una falta ni ante la presencia de sangre. Tampoco había posición adelantada. A lo sumo, y si era muy exagerado, podía haber un lateral, o un corner.Las rodillas raspadas, y los tobillos al mejor estilo Maradona, en el mundial de Italia, eran bastantes comunes. Los entrenamientos se daban en forma natural, y generalmente, con el desarrollo paralelo de otra actividad. A saber: el pique, era ejercitado conjuntamente con un deporte menor, conocido en esa época como “Ring-raje”, un entretenimiento que no alcanzó a entrar en las olimpíadas, pero había alcanzado para ese entonces una gran aceptación entre los infantes, pero no era muy bien tomado por los vecinos.El fortalecimiento de piernas y brazos, solía ejercitarse al mismo tiempo que se practicaba el hurto de mandarinas de la casa de Doña Rosita Miretto. Como mi hermana anticipara en su nota, también ejercitábamos los reflejos, esquivando objetos generosamente arrojados por mi abuelo, una especie de entrenador ad honorem, que no se medía a la hora de convertir diversos materiales domésticos, cómo limones o tostadas, en verdaderos proyectiles, que debían ser esquivados.No llegamos a realizar salto con garrochas, pero estuvimos cerca, ya que un tapial no muy alto, separaba los patios de mi casa y la de unos vecinos, que en contrapartida, eran tres varones, para compensar las tres hijas mujeres que habían tenido mis padres. Era en este patio, donde morían acuchilladas por el abuelo de los chicos, las pelotas que interrumpían la hora de la siesta, que como sabemos los del interior, es sagrada. Las planicies venadenses, no aportan muchos paisajes propicios para practicar alpinismo, pero los techos de las casa bajas de un barrio, compensan en gran parte esta situación. A estos menesteres nos dedicábamos mi hermana menor y yo, siempre y cuándo mi madre no se diera cuenta, y nos encarcelara sin juicio previo, ni posibilidad alguna de defensa. Ni LI.DE.CO. ni el I.NA.DI. ni los defensores de los derechos humanos, parecían percatarse de esta situación, así que debíamos afrontar la condena silenciosamente, a excepción de los días que había visitas. Para esa ocasión, sin importar la gravedad de la falta cometida, se declaraba amnistía general, por lo menos por el tiempo que durara la presencia de familiares ajenos a la casa.Entre ellos, era habitual que los jueves, mi tía Virginia y mi tío Armando, fueran a saludarnos, la tía llevaba manzanas, lo cuál demostraba su absoluta ignorancia con respecto a los gustos infantiles. Mi tío Armando, en cambio, llevaba a mi tía Virginia, lo cuál demostraba que alguna vez, había hecho algo, o sea, casarse. No se le conoce otra actividad cierta, salvo la que el alegaba, en el ferrocarril. El tío siempre estaba dispuesto a actos de entrega más generosos que los materiales. Era utilizado de caballito, de conejito de indias, y, entre los favoritos, de prisionero. En cierta ocasión, durante el desarrollo de nuestra actividad lúdica, fue tomado cautivo y atado con sogas a una columna de la entrada de la casa. Demostramos en esa oportunidad que ni los marineros más recios, ni los boy scouts mejor entrenados, tenían la destreza que nosotras para hacer nudos. También demostramos que carecíamos de la habilidad necesaria para deshacerlos, por lo cuál, y luego de ponerse algo tenso el ambiente, y el tío, tuvimos que recurrir a los oficios de los adultos, a los que no les resultó nada fácil liberar al detenido, lo que nos dio tiempo de huir de la escena del crimen, pero no muy lejos, ni por mucho tiempo.Y es que no es fácil huir de la casa a la tierna edad de 6 años, el mundo es demasiado grande, y los permisos, muy limitados. Digo esto, porque con mi primo Denis, un domingo que se había tornado aburrido, y al no conseguir que nuestros padres abandonen su juego de naipes para atender a nuestras demandas, decidimos escaparnos. Y así fue como salimos a la vereda, y emprendimos decididos la marcha. Al llegar a la esquina, yo pregunte: “¿Te dejan cruzar la calle solo?”. Ante la respuesta negativa de él, y la imposibilidad propia de hacerme cargo yo de la situación, ya que tampoco contaba con la venia de mis padres, solucionamos la situación doblando, y continuando la marcha por la misma vereda. Aconteció lo mismo en las tres esquinas restantes. Fue ahí donde descubrimos, que dar vueltas a la manzana, no es una forma muy efectiva de huir. Resignados, e imaginando el cuadro de desesperación de los adultos, que ya habrían notado nuestra ausencia, y seguramente, también sabrían que se debía a la decisión de huir de nuestros hogares, ingresamos a la vivienda, para encontrarnos con que el juego de cartas jamás había sido interrumpido. Nadie salió desesperado a abrazarnos, y a disculparse por habernos empujado a tomar tan drástica decisión. Con adultos así, a uno se le van las ganas de vivir aventuras…Pero con o sin ganas, esas pequeñas grandes aventuras siguieron sucediendo, y llenaron nuestra niñez de gratos recuerdos, habrá que irlos deshilvanando, uno tras otro, no sé que se pierdan en la inmensidad del olvido, ahogados por el silencio…

N.S.J

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